Por Marcelo Padilla Villarroel.
Es miércoles 20 de mayo de 2020. A las 12.20 suena mi celular. La voz de la doctora es plana, dura: “Marcelo… su mamá murió hace veinte minutos… Usted y sus hermanos tienen una hora 40 para llegar, porque después la tenemos que bajar”.

Corto rápido. Respiro, me atoro, siento pena inmediata… Trato de reflexionar, mientras una lágrima, quizás tan perseverante como mi madre, pugna por salir y se impone. Llamo a cada uno de mis cuatro hermanos y les pido disculpas por avisarles así. A los dos que pueden hacerlo, les digo: “¡Corran!”. Le pido a una sobrina tramitar urgente mi permiso sanitario para salir. Mi teléfono suena infinitas veces. Algunas contesto, otras no.
Los cubrezapatos, la mascarilla, el protector facial, el alcohol gel en las manos, los guantes… y el auto sin batería. Más lágrimas, esta vez de frustración. De rabia. Llamo a un radiotaxi y parto. Me queda una hora y poco más para alcanzar al menos a ver a mi madre, como no pude hacerlo en los últimos diez días, desde que la internamos de urgencia en la Clínica Indisa, el domingo 10 de mayo.
Cinco días antes, Eliana Villarroel Jodar cumplía 86 años y sus cinco hijos y varios de sus 15 nietos y diez bisnietos le enviamos saludos virtuales para celebrarla. Vivía sola, era completamente autónoma y se mantenía en cuarentena estricta desde principios de marzo. Un hermano y yo éramos su logística para las compras de supermercado, farmacia o lo que fuera necesario. La celebración presencial tendría que esperar mejores tiempos. Ese mismo día, más temprano, una de mis hermanas la llevó a la clínica para un control broncopulmonar. La bronquitis que la afectaba desde hacía quince días -como cada año, en estas fechas- no cedía ante los antibióticos.
La especialista ordenó radiografías y descartó contagio por Covid-19. “Sus pulmones están limpios”, dijo. Diagnosticó una obstrucción bronquial y recetó corticoides. Aunque eso nos tranquilizó, mi madre al salir pidió una silla de ruedas. Le costaba respirar y se cansaba demasiado rápido al caminar.
Desde ese martes hasta el sábado 9 estuvo en cama, tomando sus remedios y comiendo cada vez menos. Ese día, cuando llegué a prepararle almuerzo, me contó que se cansaba hasta por ir al baño. No comió casi nada mientras conversábamos. Pura sopita. Su temperatura era de 36,4°. Normal. Cuando me fui, acordamos con mi hermana contratar un kinesiólogo, que llegó a mediodía del domingo 10. Luego de evaluarla, dijo que mi madre requería apoyo de oxígeno, porque estaba saturando 80, un nivel peligroso. A la hora llegó el tubo, que logré contratar por internet. Al rato medí su saturación y había bajado a 75. Llamé a la asistencia médica móvil. Llegaron en menos de cinco minutos, la estabilizaron y advirtieron, lapidarios: “Hay que internarla ahora, su estado es muy delicado”.
Una hora después la misma hermana y yo ya estábamos en la Urgencia de la clínica, esperando que nos dijeran algo sobre su estado. Cerca de las nueve de la noche nos avisaron que ingresaría a la Unidad de Tratamiento Intermedio (UTI), en el quinto piso, porque tal como nos advirtió meses antes, no quería ser intubada y así lo advirtió ella misma al equipo clínico. Alcanzamos a verla en su camilla camino a la UTI. Nos vio.
Al explicarnos lo que ocurría, el médico advirtió: “Ella debería quedar en la UCI, pero eso implicaría intubarla y no saldría de eso”. Agregó que ya le habían hecho el test PCR y que en pocos días sabríamos el resultado. Nos fuimos creyendo que era la mejor opción y confiando en la fortaleza de esa mujer, que a los 86 tenía más actividad y vida social que yo mismo, su hijo menor. Agradecimos también tener la posibilidad de internarla allí. Las lucas no sobraban, pero nos las arreglaríamos.
UNA MUJER FUERTE
Eliana Villarroel Jodar nació en Santiago el 5 de mayo de 1934, la tercera de cuatro hermanos, todos hijos del matrimonio entre Guillermo Villarroel Cristi, un empleado de Ferrocarriles, y Josefina Jodar López, quien antes de casarse era enfermera, aunque debió relegar su vocación por “respeto” al marido, como era la (pésima) costumbre en aquellos años.
Eliana era La Negra’, la más morena entre sus hermanos, criada con todas las mordazas que el dominio de mi abuelo imponía. Para volver del colegio había solo 15 minutos. Por cada minuto de atraso, les daba un varillazo en las piernas.
Más o menos en 1954 mi madre conoció a mi padre en la familia. Eran primos en segundo grado. Sus madres (mis abuelas) eran primas. Sus abuelas, hermanas entre sí y su bisabuela en común, nuestra única tatarabuela. Pololearon por carta unos meses y se casaron el 26 de febrero de 1955, momento en que mi madre abandonó segundo año de arquitectura.
El matrimonio viajó al sur y se instaló en Pilpilco, un pequeño pueblo minero del carbón, situado por entonces entre Curanilahue y Cañete, al sur del Biobío. Mi padre, nacido en Traiguén, era profesor normalista y ganó un cupo en la escuela del pueblo. Luego llegaron los hijos: el primero en 1956, la segunda al año siguiente, el tercero en 1959 y la cuarta en 1962. Cuenta la leyenda familiar que Eliana encontró trabajo en las oficinas de la mina y tras recibir su primero sueldo, lo entregó íntegro a mi padre. Afortunadamente, una amiga le advirtió que no debía hacerlo, porque ese dinero era un seguro para la familia. Ella nunca más olvidó esa lección y a partir de ahí, progresivamente mi padre fue perdiendo control sobre ella.
Embarazada de su primer hijo, mi madre llegó a matricularse a la Escuela Normal de Angol, para formarse primero como educadora de párvulos y luego como profesora de Estado, igual que mi padre. Debió batallar para lograrlo. De hecho, fue la primera mujer casada admitida allí como alumna.
Con los años la mina languideció y la familia decidió venirse hacia el norte: primero a Machalí, en 1965, y luego a Santiago, en 1967. Eran otros tiempos y mis padres, dos profesores normalistas, lograron comprar una casa grande en San Miguel. Mi madre pronto entró a estudiar a la Universidad Técnica del Estado (UTE), desde donde egresó en 1969 como profesora universitaria de matemáticas, física y estadísticas. Ya me llevaba en su vientre, de modo que logró terminar su carrera con cuatro hijos en casa y un quinto en camino, viajando diariamente en tren entre Rancagua y Santiago.
Así era mi madre. Autónoma, fuerte y, con los años, mucho más flexible. Avanzaba sin prisa, pero sin pausa. Antes de partir, todos sabíamos que quería ser incinerada y que no aceptaría ser intubada. El periodista y recordado profesor Abraham Santibáñez había pedido públicamente, poco antes, no ser prioridad en caso de que el personal de salud tuviera que elegir entre salvarlo a él o a alguien más joven. Ella me llamó de inmediato: “Yo quiero lo mismo que tu profesor, estoy de acuerdo con él”, me dijo.
Quizás por ese mismo carácter, fue capaz de separarse de mi padre a los 60 años, meses después de que yo me titulé y me fui de la casa ¿Otro ejemplo? En los siguientes 25 año logró comprar y pagar íntegramente dos departamentos: uno en el que vivía y otro que arrendaba, y que le permitía un “privilegio” escaso para su generación: seguir ayudando a sus cinco hijos.
Todo eso me tranquilizó. Igual que saber que al menos en los últimos 15 años de su vida lo pasó muy bien, rodeada de amigas y amigos muy bellos, sobre todo sus colegas normalistas, haciendo cursos de fotografía, de guitarra y de portugués (amaba esa lengua), disfrutando a sus nietos y bisnietos, vacacionando con sus hijos, en una relación ya mucho menos rígida de la que asumía en su rol de madre.
EL VACÍO
Esa tarde la despedimos los tres hermanos que logramos llegar a la clínica. Ella dormía. Lo peor era no haber podido acompañarla ni asistir en su partida… Las medidas de seguridad sanitaria eran extremas en la UTI. El movimiento era intenso y el personal médico corría de un lado a otro. El siguiente impacto vino al salir: “El funeral debe ser mañana, por las restricciones en casos de muerte por Covid, sólo pueden participar 10 familiares”, nos dijo alguien. No lo dimensioné, ya ensimismado en una burbuja de vacío emocional.
Todo lo ocurrido al día siguiente lo recuerdo en una nebulosa cámara lenta, digna del más oscuro cine de Fellini: sólo pidieron asistir una hermana y un hermano suyos (mucho riesgo para el mayor), sus tres hijos y una de sus hijas, dos nietas y un nieto. Diez. Todos ataviados con “escafandras” (esos trajes de seguridad, con gorro), guantes, protectores faciales, cubrezapatos, mascarillas.
La capilla del cinerario casi vacía… el diácono y su mirada de hielo… sus palabras (también vacías) retumbando allá, a lo lejos. El féretro sólo con una gran foto de La Negra sonriendo, feliz, en su último verano. Nadie pudo conseguir flores… La cámara fija, la transmisión por streaming… el dolor mudo en clave online. Un momento frío, inhumano, irreal y profundamente intenso al mismo tiempo. Al salir de ahí y sin necesidad de hablar, todos nos abrazamos con fuerza, apretando las escafandras.
Pero faltaba develar otros misterios ¿Cómo se contagió, si nunca salió de su departamento? ¿Por qué ni mis hermanos ni yo estábamos contagiado, pese al estrecho contacto que teníamos con ella, previo a internarla?
La primera pista vino de una de mis hermanas: “Me dijo que no aguantaba más el encierro, sobre todo por no poder cortarse ni teñirse el pelo, y que pediría hora para hacerlo”, contó. La confirmación vino de la otra hermana, al revisar los mensajes de WhatsApp de mi madre. El lunes 4 de mayo por la tarde, la peluquera estuvo en su departamento e hizo su trabajo. Claro, al día siguiente, mi madre estaba de cumpleaños. Y entonces recordé que siempre me decía, marcando aifrmando su carácter y autonomía para tomar sus decisiones hasta el final: “Ya sabes como soy: antes muerta que sencilla”.
Un abrazo Marcelo. Tuviste una madre extraordinaria.
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No tube la fortuna de conocerla pero. El hecho de haberlos conocido a ustedes hace notar como fue ella un abrazo gigante para ti y Feña siempre los recuerdo con cariño
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Me dolió leer tu relato.. tuviste una gran Madre. Un privilegio. Además de mi admiración por ella, por ustedes que estuvieron siempre al lado de esa gran mujer. Un abrazo y ella siempre los acompaña.
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