Por Antonio Orellana.

José Abdón Orellana Fuentes (o «Giuseppe», como lo bromeábamos con mi hermano) fue mi padre. Sastre único, lo buscaban de muchos talleres para que hiciera las chaquetas y los más complicados trajes de empresas, porque realmente sabía hacer blazers como nadie más los hacía. Guitarrista de los Sharp (banda desconocida de la década del 60). Hijo de don Abdón Orellana e Irma Fuentes, nacido el 19 de octubre de 1946. Esposo en dos nupcias: de la primera nacimos mi hermano mayor, Marcelo, y yo, Antonio; de la segunda, mi hermana Josefina. Vivió sus últimos y -aparentemente- más felices años junto a Luisa Tapia, su última pareja con quien tuvo a mi última hermana, Javiera. Digo “más felices”, porque tuvo la posibilidad de ser regaloneado por Luisa y mis hermanas; se sentía el macho protector de ellas (imposible no sentirlo con la escuela de la cual provenía).
De pequeño, como a la inmensa mayoría de las personas, la vida lo trató con poco cariño. Tenía menos de 10 años cuando ya andaba cargando repuestos enormes, de vehículos antiguos, en el taller de desabolladura donde apoyaba el trabajo de su padrastro (otra víctima de esta pandemia). Esa infancia difícil le enseñó a luchar siempre por sus sueños, algunos de los cuales se cumplieron y otros quedaron en el camino, como a todos les suele suceder. En su juventud, mientras aprendía sus primeros acordes tocando temas de the Beatles o de la Nueva Ola chilena, iniciaba sus estudios en la escuela de sastrería; este noble oficio lo haría su herramienta para educarnos y crecer en múltiples aspectos de la vida por más de 60 años.
Se cuidó mucho desde que se inició la pandemia, mucho. Nos pedía que por favor no nos juntáramos; y nosotros respetamos su voluntad irrestrictamente durante todo el 2020. Tenía miedo de esta enfermedad, no la entendía, así que su forma de enfrentarla era cuidándose, siguiendo todas las recomendaciones: tenía la casa llena de amonio cuaternario, el cual roseaba por todos los accesos y espacios interiores.
Pasó el año y -por suerte- tuve la fortuna de que nos viniera a ver el 24 de diciembre. Ese día les trajo un «engañito» a mis hijos, conversamos extensamente de las preocupaciones que tenía por mis hermanas, particularmente por la «Jóse». Sin querer, conversamos de tantas cosas ese día, que pareciera que me hubiese instruido para lo que venía (sin saber lo que venía). Cuando llegó la hora de la despedida como siempre, nos abrazamos (desde la pandemia, empecé a decirle a todos mis cercanos cuánto los quería, y esta vez, no fue la excepción).
Al otro día, él fue a ver a la familia de Luisa, sin saber ninguno de los presentes, que entre ellos, había varios contagiados de COVID. El resultado es que se contagió en esa visita (confirmado por PCR el 3 de enero de este 2021); se empezó a sentir mal a los 3 días, pero al principio no le tomó mucho peso, dado que no se sentía tan mal. Pasaron los días y poco a poco se fue deteriorando, pero en el consultorio lo mandaban de vuelta con algún analgésico para el dolor y la fiebre (hoy de hecho, siento que debí «hincharlo» para que nos fuéramos a parar al Hospital de La Florida, a la espera de que lo ingresaran). Tras pasar casi 10 días desde su notificación, finalmente lo ingresaron a la UCI del mismo Hospital el 14 de enero, donde fue intubado a las pocas horas de su ingreso.
Al día siguiente, lo mandaron intubado a la clínica Ensenada (en Vivaceta) dado que el Hospital no tenía camas para su ingreso. Empezaron a pasar los días y sus pulmones no mostraban ninguna mejoría, pero la esperanza permanecía en todos nosotros. Luego, fueron sus riñones los que fallaron, por lo que empezaron a dializarlo, aunque la esperanza seguía «presente e intacta». A medida que pasaban los días, las cadenas de oración de cercanos parecían darnos una sensación de que, entre rezos y energías, todos ansiábamos su regreso; pero no había mejora.
El 13 de febrero presentó su primera falla cardiaca, lo que obligó a colocarlo boca abajo debido a las labores de reanimación; esto en su oportunidad no era informado por los médicos, quizás, para mantenernos con la esperanza de que esto cambiaría. Pero siguieron pasando los días sin mejoría alguna (ya con ventilación mecánica, diálisis, y golpes adrenalínicos por sus fallas cardiacas, por lo que algunos ya estábamos empezando a «rogar» por un fin al suplicio que estaba viviendo).
La noche del viernes 26 de febrero de este año, a las 23 horas con 37 minutos, mi papá partió hacia el mejor lugar que puedo desearle. Nos dio lo mejor que pudo en sus años de vida, siempre tratando de mesurarnos (particularmente a mi); se sentía orgulloso de todxs nosotrxs. Hoy, soy yo quien se siente orgulloso del tremendo hombre que fue, y que partió sin aun tener claro por qué le tenía que tocar a él esta secuencia de malos pasos. Lo quiero demasiado… lo queremos demasiado… te mando un beso donde estés, hasta cuando nos volvamos a encontrar. Con tus virtudes y desaciertos, me siento orgulloso y afortunado del padre que me tocó tener.
